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Last Assault

jueves, 15 de enero de 2015

Prólogo

Mucha gente diría que Hiram Weissman era guapo. Alto, de rubios cabellos alborotados, ojos de un impresionante tono caramelo y una sonrisa deslumbrante que quitaba el hipo. También dirían que era más popular que el resto de miembros del equipo de hockey. Y además, todos afirmarían con rotundidad su carácter amable, caritativo y sociable. No había nadie en el internado que no lo conociera, y básicamente era un buen chico y tenía impresionantes aptitudes, tanto físicas como mentales. No solo jugaba bien al hockey. También era bueno en fútbol y baloncesto. Se le daban bien las matemáticas, las ciencias y la literatura. Era todo un artista, de los pies a la cabeza. Sabía tocar la guitarra eléctrica, el piano y el violín, y tenía el timbre justo en la voz que a todo el mundo gustaba: sosegada, no muy fuerte, y con gran personalidad. Era ese tipo de voz que nunca olvidabas, por mucho tiempo que pasaras sin oírla.
En definitiva, Hiram Weissman podía ser definido como perfecto. Un novio perfecto, un amigo perfecto, un estudiante perfecto….en general, solía ponerme enferma al escuchar a mi amigas parlotear sobre él sin sentido. Es decir… ¿qué clase de chica eres si solo te fijas en un chico y en todo lo que hace? Vamos a ver, que incluso una de ellas se aprendía sus horarios para poder cruzarse por “casualidad” por los pasillos. Me aburría cada vez que nos encontrábamos en la cafetería y comenzaban a charlar sobre lo guapo que era, lo bonita que era su voz, y el talento que poseía. Yo siempre me limitaba a asentir a cada comentario que hacían, y picoteaba galletas.
Luego, si preguntaba a mis amigas acerca de Nicolae Hensen, dirían que era extraño. Al contrario que Hiram, era moreno, padecía heterocromía, y tenía un flequillo que cubría casi al completo sus ojos. Se pasaba el día metido en la biblioteca, leyendo o echando cabezadas cortas, que eran interrumpidas por la señora Herb, la bibliotecaria: una mujer canosa, con gafas de montura de concha y ojos de color gris pizarra. Leía especialmente novelas de misterio, lo que le hacía, a ojos de mis amigas, más extraño todavía. Antisocial, apenas participaba en actividades de grupo, y la única actividad extraescolar que realizaba era el club de lectura.
Las veces que le había tocado cantar en las clases de música hacia que muchos se taparan los oídos para evitar escucharle, y en los deportes no era precisamente el mejor, lo que provocaba que lo eligieran el último a regañadientes. Si yo llegaba a mostrar el más mínimo interés por él, mis amigas alzaban las cejas sorprendidas y comenzaban a bombardearme a preguntas acerca del porqué de la repentina fijación. No se avergonzaba de cómo era, y raramente lo podías ver enfadado, pero si eso pasaba, se le encendían las orejas de una manera muy curiosa, contrastando con su pálida piel. Los que le habían visto en las duchas aseguraban que tenía un gran tatuaje en la espalda, cubriéndola prácticamente en su totalidad, y ganando así rumores en relación a este.
Si yo me fijaba en Micaela Justice, podía ver a la típica chica rubia y mona, con cuerpo pequeño para sus 19 años, y el rostro cubierto de numerosas pecas, y si uno se aburría en una de sus exposiciones, podía dedicarse a contarlas. Amante de la anatomía, había recibido premios y condecoraciones por concursos y decathlones académicos. Cantaba bien, tenía un timbre dulce pero no era algo memorable. Como Nicolae, era mala en los deportes, y prefería pasar su tiempo libre en los laboratorios del internado. Sus amigos eran todos de los diversos clubs a los que pertenecía.
Era la capitana del club de Química, y del de Matemáticas. Jugaba al ajedrez, a las damas, y podía recitarte, si quería, extensos discursos y trabajos de científicos, que había aprendido en sus investigaciones. Siempre ocultaba sus ojos, verdes como esmeraldas, tras unas gafas de montura gruesa, y si uno se fijaba en ella mientras comía podía compararla con los ratones, porque mordisqueaba sus alimentos con ganas, y se llenaba a la mínima. Los dos incisivos delanteros parecían más largos que el resto de dientes, lo que contribuía a esta imagen de roedor que muchos le atribuían. Era, como decían varios, una auténtica sabelotodo, siempre levantando la mano para responder a las preguntas del profesor.
Por otro lado, Connie Leonhartt era su antítesis. Pelo y ojos oscuros, presentaba, a pesar de su evidente condición femenina, una corta cabellera que siempre traía revuelta al más no poder. Vestía usualmente el uniforme deportivo, y las notas no eran su punto fuerte, pero mantenía el curso estable gracias a las actividades extraescolares y a las donaciones que hacían sus padres al centro. Pese a su aspecto de masculinidad, era la capitana del club de teatro, de poesía, de arte, y de periodismo, y se pasaba los días de un lado a otro interrogando a los alumnos sobre relaciones inexistentes y metiéndose donde no la llamaban. Conocía como entrar en todas las aulas del internado, incluidas las habitaciones de los profesores, sus despachos y los cuartos de los alumnos (que no solían tener nada comprometedor para evitar que hablaran de ellos), y cuando se le preguntaba como lo hacía, simplemente se encogía de hombros y sonreía de manera maliciosa.
A pesar de todo, la gente la apreciaba y admiraba, porque podía hacer desde el papel más extravagante, pasando por la feminidad absoluta, y una seriedad impropia en ella. Era juguetona, muy agradable, pero si uno intentaba contarle un secreto corría el riesgo de que todo el mundo se enterase de que te ocurría. Era imposible no encontrarte con ella, ya que revoloteaba por todos los lugares y parecía conocer la academia mejor que cualquiera de nosotros. Se le daba bien el arte y la poesía, lo que ayudaba en los musicales escolares, porque escribía sus propias letras.
Cuando yo, Irah Greenhell, me miraba al espejo, solo podía ver a la capitana del club de debates, a la vicepresidenta del consejo de estudiantes y miembro del club de fotografía. Era, lo que muchos definirían al verme, una chica corriente. El pelo castaño caía en ondas sobre mis hombros, y, al igual que Nicolae, el flequillo solía tapar mis ojos color miel, siempre que no me lo recogiera con una pinza. Estatura normal para mi edad, y un peso acorde con esta, nada de la forma de reloj de arena de mi cuerpo destacaba, aunque solía llamar la atención la gran quemadura de mi espalda, que se extendía por el brazo izquierdo hasta la muñeca.
Como capitana del club de debates, aparte de defender con lógica mis argumentos, apoyándome en pruebas y testimonios, toda esa normalidad de mi era pasada por alto ya que captaba las miradas de todo el mundo con solo comenzar a hablar, incluidas las de las cuatro personas antes nombradas, que dejaban de lado cualquier distracción (amigos, consolas, libros o momentos para escribir), para mirarme discutir. Había llevado al internado a la victoria del certamen de debates los tres años que llevaba allí, pero en cuanto me bajaba del atril volvía a ser la chica corriente que se refugiaba en un grupo de amigas, y dejaba que parlotearan sin sentido. Me implicaba en ferias escolares, ya que el resto de compañeros parecían poco dispuestos a ayudar a los profesores a organizar tales eventos. En definitiva, cuando me miraba al espejo, veía a la capitana del club de debates, una campeona en su campo, pero a su vez una chica que no tenía interés en llamar la atención, y mucho mejor era para mí tal cosa.

Sé que muchos se preguntarán a que vendrá toda esta parafernalia con mis compañeros y conmigo. Que no podemos ser más equidistantes unos de otros, y si nos pusieran a todos en una habitación cerrada, lo único que haríamos sería estar cada uno a su rollo, evitando contacto visual. Pero cuando un suceso que nadie podría esperarse, trastocó toda la rutina del internado, nos vimos obligados a reunir nuestras habilidades para poder dar con la solución. Nuestra historia empezó el día de Halloween de nuestro último año en aquél lugar…

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